PhD. Cristóbal Caviedes P.*

Varias encuestas indican la tendencia al alza de la opción Rechazo en el plebiscito de salida del proceso constituyente. Ya es tiempo de que tanto el Gobierno como la Convención cambien el rumbo para evitar que este proceso fracase. También es necesario pensar desde ya qué hacer si la nueva Constitución se rechaza. Si no se hace esto —y por alarmista que suene—, lo que queda de nuestro Estado de derecho y nuestra democracia tarde o temprano se irá por el caño.

En los hechos, la Constitución de 1980 está muerta. Ningún actor político ni social relevante actúa como si sus normas fueran vigentes. Así, si el proceso constituyente fracasa, no quedará institución alguna que la mayoría de la sociedad considere legítima. Por tanto, si gana el Rechazo, el único principio de autoridad sobrante sería el miedo: miedo a la coacción estatal, por un lado, o al caos y la violencia, por el otro. Sobra decir que no se pueden construir sociedades donde “la dignidad se haga costumbre” con estas bases.

Además, el fracaso del proceso constituyente enviaría la pésima señal de que (una vez más) en Chile no es posible conseguir cosas pacíficamente y por vía institucional, sino que siempre se requiere la amenaza latente de la violencia. Tal como indican las investigaciones de Kathya Araujo, los chilenos tenemos culturalmente muy incorporada la idea de que “guagua que no llora no mama”; de que Chile es un país de gente esencialmente corrupta y floja que solo hace lo que uno quiere si se la amenaza y agrede, cual patrón de fundo pegando guascazos a diestra y siniestra. Fomentar esta cultura del abuso es contrario a crear sociedades igualitarias y cooperativas, que es lo que —paradójicamente— la mayoría de los chilenos quiere cuando habla de “dignidad”. Pero el fracaso del proceso constituyente solo estimularía a llevar nuestra cultura del abuso al siguiente nivel.

Con todo, el Presidente Boric y el convencional Bassa se equivocan: no todo lo que salga de la Convención es aceptable ni basta el miedo al caos para votar Apruebo. Guste o no al ala más izquierda de la Convención y del Gobierno, los chilenos post-30 años somos sobre todo consumidores: individualistas, desideologizados, pragmáticos, utilitaristas y, sobre todo, irritables e impacientes. La nueva Constitución puede prometer varios dulces que incentiven a una persona a votar Apruebo —derechos sociales, reconocimiento de minorías vulnerables y de pueblos originarios, derechos de la naturaleza, paridad, etc.—, pero basta que se traspase una línea roja de esa persona para que ella vote Rechazo.

Por ende, aquí hay asimetría de resultados. El daño causado por una norma que alguien estime inaceptable es mayor que el beneficio causado por una norma que esa persona estime buena. Luego, es más fácil rechazar que aprobar. Después de todo (y tal como indica gran parte de la literatura psicológica), los humanos somos aversos a la pérdida. Nos afecta mucho más el miedo a lo que podemos perder —y el dolor a lo que sufrimos—, que la esperanza de lo que podemos ganar, o el placer de lo que obtenemos. Después de todo, así es como hemos sobrevivido durante miles de años a un mundo hostil.

Los chilenos no aceptaremos cualquier imbunche o mamarracho que salga de la Convención Constitucional. Incluso si la nueva Constitución se aprueba por el margen mínimo, eso ya sería un fiasco, pues prácticamente la mitad del país no reconocería la nueva Constitución como suya, por lo que el debate constitucional seguiría vigente. Esto dificultaría que los gobiernos se enfoquen principalmente en resolver las urgencias sociales del país, pavimentando el camino a nuevas frustraciones y, eventualmente, nuevos estallidos sociales.

En estas circunstancias, el proceso constituyente precisa de un plan de salvataje. Algunos puntos de este plan requerirían de modificaciones al acuerdo del 15 de noviembre de 2019 y a la reforma constitucional que originó el proceso constituyente. Otros puntos pueden ser aplicados por iniciativa propia de la Convención.

No soy ingenuo. Sé que aplicar un plan de este tipo en las condiciones políticas actuales es difícil. Parte relevante de la derecha quiere vengarse por el trato sufrido durante el anterior gobierno. Ya que la ex Concertación y el Frente Amplio no fueron generosos con la derecha cuando ella gobernó, la derecha tiene más disposición a desquitarse que a cooperar. Y parte relevante de la izquierda ve el proceso constituyente como la oportunidad para hacer una Constitución por y para ellos. Por tanto, esa izquierda tiene poca voluntad de cambiar sus propuestas para hacer el texto más digerible para quienes no piensan como ellos.

Pero si fracasa el proceso constituyente, el propio juego político que permite la existencia de la derecha y la izquierda puede morir. Y la sobrevivencia de ese juego es más importante que los deseos de revancha o las ganas de tener una Constitución partisana. Esto es así no solo desde un punto de vista moral o de justicia, sino también desde la conveniencia. Al fin y al cabo, ¿de qué sirve desquitarse u obtener todo lo que uno quiere si con eso se arriesga a perderlo todo?

El plan

Así las cosas, el plan de salvataje que propongo consiste en lo siguiente:

Extensión del plazo de la Convención

Por impopular que sea, para producir una Constitución buena —o por lo menos aprobable por amplio margen—, la Convención requiere de una extensión de plazo de entre seis meses y un año. En el peor escenario, esto permite refinar bien las normas, eliminando duplicaciones, incoherencias, vacíos y malas redacciones. En el mejor escenario, esto permite a la Convención considerar con mayor detenimiento la opinión experta y ciudadana para mejorar tales normas.

Ya quedó en evidencia que el plazo de funcionamiento de la Convención es demasiado corto, sobre todo considerando que la nueva Constitución pretende escribirse sobre una hoja en blanco. Por esta falta de tiempo, la aprobación de normas constitucionales se está haciendo a matacaballos, sin suficiente discusión ni reflexión, dañando su calidad. Esta falta de tiempo se agravó por los problemas de instalación de la Convención; las semanas territoriales; y el intento de implementar altos grados de participación ciudadana sin considerar los costos de dicha participación. En efecto, si hay algo que evidencia los costos en tiempo y virtud cívica que la participación ciudadana requiere para funcionar, es la irrelevancia que las normas propuestas por la ciudadanía han tenido en el proceso constituyente.

Aumento de los poderes de la Comisión de Armonización

Todo aumento del plazo de funcionamiento de la Convención debe acompañarse de un aumento de los poderes de la Comisión de Armonización. Esta comisión se encarga de editar el borrador de Constitución para que sea un texto consistente y bien escrito, con la menor cantidad de lagunas, redundancias y contradicciones posibles. Como muchos textos escritos grupalmente, el borrador de Constitución tiene varios errores de redacción. Pero la Comisión de Armonización no puede corregir plenamente estos errores pues, según el Reglamento de la Convención, ella no puede “alterar, modificar o reemplazar” normas constitucionales ya aprobadas.

La mala redacción de la Constitución que se presente al país disminuye sus posibilidades de aprobación, por lo que se requiere corregir este problema cuanto antes. Además, incluso si la nueva Constitución (mal escrita y todo) se llega a aprobar, sus problemas de redacción dificultarán su aplicación por el Estado y los particulares. Después de todo, mientras más mal escrito sea un texto, mayores son las oportunidades para malinterpretarlo.

Aplicación de la regla de 2/3 en las comisiones

La actual regla de 2/3 para aprobar normas en el Pleno de la Convención debe aplicarse también dentro de sus comisiones para aprobar los proyectos de normas que llegan a la instancia plenaria. Esto probablemente generará proyectos de normas más políticamente transversales que muchos de los formulados actualmente, lo que aumenta su potencial apoyo por el Pleno. En suma, usar los 2/3 en comisiones ayuda a producir proyectos de normas más aprobables por el Pleno. Esto disminuiría significativamente las controversias que recaen sobre la Convención.

Gran parte del desprestigio de la Convención proviene de los proyectos de normas aprobados en comisiones, proyectos que en su mayoría son rechazados por el Pleno para ser reformulados. Esto se debe a que los proyectos de norma son aprobados por mayoría en las comisiones, mientras que tales proyectos requieren 2/3 en el Pleno para transformarse en normas del borrador de Constitución. Es por esto que los informes de las comisiones suelen estar llenos de proyectos de normas extremistas, disparatadas, mal redactadas o impropias de una Constitución.

No se debe menospreciar el daño reputacional que causan a la Convención los malos proyectos de normas aprobados en comisiones. Aún si estos proyectos son rechazados por el Pleno —como mayormente ha ocurrido—, ellos contribuyen a que parte relevante de la opinión pública quede con la impresión de que “se aprobó la expropiación sin indemnización”; “los tribunales quedarán a merced de los políticos”; o que “los trabajadores no serán dueños de sus ahorros previsionales”. En suma, estos proyectos de normas incentivan a que parte importante de la opinión pública perciba a la Convención como una turba de pachamámicos descerebrados de ultraizquierda incapaces de manejar bien la nave del Estado. Esta caricatura puede ser injusta, pero es lo que queda.

Además, la regla de 2/3 en las comisiones incentiva a que se incorpore más a la derecha en la redacción de proyectos de normas, cosa necesaria para el éxito del proceso. Hasta ahora, la derecha no ha sido un actor relevante del proceso constituyente. Esto es problemático porque ese sector representa a gran parte del electorado. La Convención es el órgano más representativo de Chile demográficamente hablando, pero no ideológicamente hablando. La Convención es un espejo de Chile en cuanto tiene más personas de distinta edad, etnia, género, profesión, origen geográfico y condición socioeconómica que otros órganos estatales chilenos. Pero la Convención no es un espejo de Chile en cuanto a que mucho más de la mitad de esas personas son de izquierda.

Guste o no a la mayoría de la Convención, en términos ideológicos (y considerando sus resultados electorales históricos), la derecha representa al menos al 40% del país. Y su mal resultado electoral en la Convención se debió al estallido social; la impopularidad del ex Presidente Piñera; una mala estrategia frente al proceso constituyente; y la pandemia. En consecuencia, sin la inclusión de la derecha —y asumiendo que se aprueba—, la nueva Constitución replicará el mismo problema que la de 1980, solo que al revés. Es decir, gran parte del país (esta vez, la gente de derecha) no va a sentir la Constitución como suya, por lo que no estará inclinado a quererla, promoverla y respetarla.

Esta falta de consideración de la derecha —parcialmente remediable con la aplicación de la regla de 2/3 en las comisiones—, incentiva a que la Constitución sea crecientemente percibida como de izquierdas y alimenta el descuelgue de sectores moderados que inicialmente apoyaron el proceso, pero que ahora lo ven con creciente escepticismo. En suma, esta falta de consideración de la derecha alimenta fenómenos como “Amarillos por Chile” y “Una que nos una”, lo que a su vez lleva agua al molino del Rechazo.

Estatuto de la expropiación similar a la Constitución actual (incluyendo fondos previsionales)

La Convención se ayudaría bastante frente a la opinión publica si aprueba una regulación de la expropiación similar a la de la Constitución actual. Esto implica al menos que: (i) la indemnización por expropiación se pague antes de tomar posesión del bien expropiado; (ii) el valor de la indemnización sea el valor de mercado del bien expropiado; y (iii) si no hay acuerdo entre el Estado y el expropiado, la indemnización se pague al contado y la fijación de su valor la haga un tribunal. Naturalmente, estas normas serían extensibles a los fondos previsionales actualmente depositados en las AFP.

Si hay algo que demuestra la popularidad de los retiros de fondos previsionales y de la iniciativa ciudadana “Con mi plata no”; el revuelo causado por las declaraciones del convencional Fontaine sobre la propiedad de estos fondos; y las polémicas generadas por los primeros proyectos de normas de expropiación salidos de la Convención, entre otras cosas, es evidente que —cuando se trata de defender lo propio—, los chilenos somos profundamente neoliberales y desconfiados del Estado y del prójimo.

El pueblo no quiere la revolución, quiere seguridad social (pagando lo menos posible, claro), fin a los abusos y dinero. Luego, cualquier cosa que huela a una imposición de solidaridad por parte del Estado sobre lo que tenemos —incluidos nuestros fondos previsionales, que es el único ahorro de la mayoría de los chilenos— generará la indignación ciudadana. Esto no impide crear sistemas previsionales de reparto con ingresos futuros, pero lo que la ciudadanía ya tiene es intocable.

Si gana el Rechazo, aplicación por defecto de la Constitución Bachelet

Finalmente, se puede reformar el acuerdo del 15 de noviembre para que, si gana el “Rechazo”, se aplique de pleno derecho como nueva Constitución el proyecto enviado por la ex Presidenta Bachelet al terminar su segundo mandato. Esto no es colocar una tercera opción en el plebiscito de salida. Mas bien es modificar los efectos que se produzcan si gana el Rechazo.

Tal como indiqué anteriormente, la Constitución de 1980 está muerta. Por tanto, si gana el Rechazo, se necesita llenar el vacío de legitimidad que se genere cuanto antes para detener la continua erosión de nuestra institucionalidad; erosión que —junto con agravar los graves problemas de orden público que tenemos en las macrozonas norte y sur del país—, probablemente nos lleve a un segundo estallido social; a un populismo que prometa restaurar la seguridad a sangre y fuego (con todos los costos de democracia y derechos humanos que eso significa); a golpes militares; o, en el peor escenario, a una guerra civil.

El proyecto constitucional de la ex presidenta Bachelet (en adelante, la “Constitución Bachelet”) es óptimo para llenar el vacío de legitimidad que genere un triunfo del Rechazo. Esto es así por varias razones. Primero, la Constitución Bachelet combina adecuadamente continuidad y cambio. Por un lado, esta Constitución conserva gran parte de la tradición constitucional chilena, lo que tranquiliza a los más conservadores. Por otro, la Constitución Bachelet reconoce a los pueblos originarios: prohíbe expresamente la discriminación sobre la base de la raza, el género y la discapacidad, entre otras categorías; y establece que Chile es un Estado social y democrático de derecho. Luego, esta Constitución se hace cargo de las demandas identitarias, de igualdad de trato y de mayor intervención estatal en la provisión de seguridad social.

Segundo, la Constitución Bachelet corrige los rasgos más criticados de la Constitución actual que hacen que la izquierda la considere “tramposa”. Esto es, la Constitución Bachelet elimina las leyes de quórum supramayoritario y limita los poderes del Tribunal Constitucional. Esto permite a futuros gobiernos de derecha e izquierda implementar sus políticas más fácilmente que la Constitución actual, aunque sin poner en demasiado riesgo los derechos básicos de sus oponentes.

Finalmente, sin ser plenamente flexible, la Constitución Bachelet es más fácil de reformar que la Constitución de 1980. De hecho, cualquier capítulo de la Constitución Bachelet puede ser reformado por el Congreso por 3/5 de sus parlamentarios en ejercicio (algunos capítulos de la Constitución de 1980 requieren 2/3). Y esta Constitución permite futuras convenciones constitucionales bajo requisitos similares a los del acuerdo del 15 de noviembre. Por tanto, la Constitución Bachelet es lo suficientemente dúctil para incorporarle a futuro aspectos del borrador constitucional actualmente en discusión si se estima necesario.

En suma, de ganar el Rechazo en el plebiscito de salida, la Constitución Bachelet está mejor posicionada que la de 1980 para relegitimar el poder político —con el restablecimiento del orden que ello conlleva—, junto con dejar la puerta abierta a futuras modificaciones constitucionales. La Constitución Bachelet disminuye sustancialmente el costo de rechazar. Tal como ocurrió en Sudáfrica en los 90, la Constitución Bachelet puede terminar siendo una constitución transitoria entre la Constitución de 1980 y la que a futuro se genere. Alternativamente, la Constitución Bachelet puede terminar transformándose en “la casa de todos”.

Probablemente, nada de lo que diga aquí será recogido por nuestras autoridades. Pero es irresponsable quedarse callado frente a los graves riesgos que corre nuestra democracia de fracasar el proceso constituyente; riesgos cuya materialización parece cada día más cerca. Aunque el proceso constituyente no ha terminado, el minuto para hacer sonar la alarma, si se puede fácilmente caer al despeñadero, es ahora, no cuando tengamos el texto final. Ojalá que el Gobierno y la Convención reaccionen. Aún es tiempo.


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*Académico de la Escuela de Derecho UCN Antofagasta.