Dr. Pablo Manterola D.*

Varias personas, desde la vereda del liberalismo, han indicado como una característica negativa de la candidatura de José Antonio Kast –y algunos, como el profesor Carlos Peña, también de la de Gabriel Boric– el no defender la neutralidad del Estado frente a los proyectos de vida de las personas.

Boric y Kast están, a este respecto, en la compañía Aristóteles. Este filósofo tuvo la ocurrencia de afirmar que la política –dentro de la cual inscribe la ética– tiene por fin la virtud de los ciudadanos. Simplificar las posiciones facilita comprenderlas; podemos entonces preguntar: ¿en qué momento de la historia este fin fue sustituido por –qué sé yo– la construcción de carreteras o la fiscalización del comercio ambulante? ¿Cuándo sustituimos al gobernante por el gerente?

Esta supuesta necesidad de que el Estado liberal sea moralmente neutro respecto de los proyectos personales parece un argumento contundente. Pero al aterrizarlo a la realidad política, resulta impracticable e irrealista. Porque un Estado que cualquiera llamaría liberal incentiva a sus ciudadanos a que estudien, emprendan, lean, hagan deporte, ahorren, reciclen… cuando no que pesquen artesanalmente, se constituyan como comunidad indígena, formen juntas de vecinos y desarrollen proyectos de investigación astronómica. Todas estas políticas implican que se considera virtuoso que la gente sea instruida, deportista y trabajadora; y que Cuasimodo, el suegro de Condorito, no lleva un estilo de vida deseable.

Puro sentido común hasta aquí; pero lo que sucede es otra cosa. En realidad, a nadie le importa que el Estado admita como virtuoso un estilo de vida deportista, culto, verde y trabajador. Lo que complica –especialmente en la candidatura de Kast– es admitir que las nociones de familia, género y vida humana tengan algo que ver con el modelo de virtud que el Estado promueve. Pero ¿por qué habría de interesar que la gente sea deportista pero no que la gente forme entornos familiares que la enriquezcan? Parece que lo segundo es más importante, por el impacto que tiene la institución familiar en la formación de valores ciudadanos.Podemos ir más lejos: los Padres Fundadores estadounidenses, que no podrían ser acusados de antidemocráticos, no tenían dificultad en afirmar la importancia de la religión en lo público (aunque nunca quisieron imponer una en particular). Y Andrés Bello, pilar de nuestra cultura republicana, otro tanto. Me gustaría saber si el liberalismo (ese que proclama un Estado moralmente neutro; porque Bello y los Padres Fundadores también son liberales) puede presentar exponentes que hayan aportado tanto a la democracia como estos personajes que pensaron que el gobierno tiene algo que ver con la virtud, la familia y aun la religión.

Ahora bien, a toda concepción de virtud subyace una antropología. Verdad es que la tolerancia invita a no imponerla por la fuerza, entre otras por las razones de “libre competencia” tan queridas al liberalismo; mucho menos negar la autonomía de las personas para disentir de esa antropología y llevar un estilo de vida distinto, no siendo contra derecho ajeno. Discutamos entonces si el concepto de familia se forma en torno a un ideal que sirve de ejemplar a modelos no arquetípicos, o si, en cambio, es familia cualquier cosa que la gente llame familia; discutamos cuál es el impacto del sexo en la configuración del género y las verdaderas exigencias de la equidad en este ámbito; discutamos cuándo comienza la vida humana y si la respuesta a esta pregunta es realmente función de las reivindicaciones de la mujer. Pero no exijamos de los políticos –ni de los gobiernos que formen– que prescindan de su antropología ni de su idea de virtud. Eso sería la muerte de la política.

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*Académico de la Escuela de Derecho UCN Antofagasta.