Dr. Pablo Manterola D.*
Votar es un deber ciudadano, no solo un derecho. Las personas no se hacen mejores por hacer cosas materialmente buenas, sino por elegir el bien. Al pagar nuestros impuestos sometidos a una inminente coacción, no nos hacemos mejores: la buena obra nos resbala por fuera, como el agua sobre la roca. La decisión nos hace mejores cuando procede de la libertad (lo que no excluye que sea algo mandado). Buen ciudadano es quien paga sus impuestos dentro de plazo, sin aviso del SII, y consciente de su importancia para el país.
La democracia es un valor no porque garantiza la toma de decisiones correctas, sino porque permite adoptar libremente las decisiones correctas. La historia sabe de repetidos errores e injusticias adoptados democráticamente, y atestigua también que muchas leyes, justas y eficaces en términos globales, han sido adoptadas de forma no democrática (como la Ley Nº 18.290 de 1984, Ley de Tránsito). Pero las leyes prudentes solo forman sociedades prudentes cuando son los gobernados los que las adoptan. Incluso vale la pena sacrificar algo de su prudencia, con tal que las decisiones sean nuestras: cualquier padre o madre que quiere formar hijos maduros sabe que debe permitir algunos errores. (Aunque no al punto de ponerlos en peligro inminente: también las democracias tienen su límite).
Estos principios tienen varias aplicaciones prácticas. El valor de una Convención Constituyente radica en que tengamos no solo una buena constitución, sino una constitución más nuestra. Las pasadas elecciones primarias, que tan alta participación registraron, nos permiten hacer más nuestro el proceso de selección de candidatos –y refleja el error político de los sectores que no quisieron sumarse a ella–. El proyecto de sufragio obligatorio, que ya se encuentra en el Senado y que ojalá se incorpore cuanto antes, nos forzará a hacer más nuestras a las autoridades. En una palabra, se trata de salir de la infancia política que caracteriza al ciudadano-consumidor.
Pero las elecciones no lo son todo. Necesitamos representantes que garanticen estabilidad y gobernabilidad, cuya presencia introduce en el régimen político un valioso factor: la confianza. Elegir está bien, pero en la vida es igualmente necesario confiar en las elecciones de otras personas: eso no nos hace serviles, sino que nos permite construir relaciones. Por eso, no parece buena idea introducir consultas ciudadanas durante la discusión de la nueva constitución, como contempla un borrador de reglamento de la Convención. Hay que saber elegir, pero también hay que saber confiar en las decisiones de nuestros convencionales (evitando, de paso, que estos endosen su responsabilidad a una anónima ciudadanía).
La confianza estructura los partidos políticos, pieza clave en toda democracia sana. El panorama que ofrece Chile muestra cómo desacuerdos sobre detalles sirven de excusa para una fragmentación considerable. Esta es llevada al paroxismo en la izquierda progresista, repleta de micropartidos en permanente descomposición. En el extremo, la llamada Lista del Pueblo se presenta como un partido clandestino, un colectivo “sin compromisos”, que incomoda al sector del recién ungido Gabriel Boric. El triunfo de Sebastián Sichel también obliga a la derecha a adoptar una mirada pragmática, que sepa consolidar su éxito relativo del pasado domingo, no solo a su propia derecha sino sobre todo hacia el centro.
¿Cómo lograr la unidad en este desfragmentado panorama? Unas palabras de Burke, que ilustran el valor de los partidos políticos, nos pueden servir. “Lo corriente es que quienes profesan los mismos principios, estén de acuerdo en los problemas concretos y el desacuerdo en los detalles (…) podrá zanjarse, con frecuencia, por la amistad”. La amistad es fundamental para reconstruir la convivencia política en Chile.
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*Académico de la Escuela de Derecho UCN Antofagasta.