Dr. Pablo Manterola D.*
Un profesor amigo me hacía notar que Chile busca, por quinta vez en su historia, una solución adecuada a las relaciones entre Congreso y Presidente. Y agregaba que, por primera vez, la búsqueda no es conducida por Fuerzas Armadas ni por personal uniformado.
Este nuevo ensayo se realiza en un clima de tensión entre ambos órganos. El gobierno del presidente Piñera, no obstante haber ganado con la mayor ventaja desde la elección de Patricio Aylwin, comienza sin mayoría en el Congreso. Y si bien al principio el Ejecutivo aprovechó el desconcierto de la oposición para ver aprobadas varias leyes que exigía su programa, en los meses siguientes se produjo el más frustrante estancamiento de la agenda legislativa, desplazada por acusaciones constitucionales a ministros de Estado y de la Corte Suprema, desprovistas de fundamento por donde se las mire. Los sucesos de octubre de 2019 inyectaron presión política a este tenso empate. Y, si bien remitió la fiebre de acusaciones constitucionales, el Congreso halló en los retiros de fondos de pensión una herramienta para seguir extorsionando al Ejecutivo, mediante una técnica que con toda razón el profesor Enrique Barros llamó “un cohecho a gran escala”. El Presidente, como último recurso, acudió al Tribunal Constitucional, que le dio la espalda con una resolución olímipica que le servirá como su propio epitafio.
Este enjambre sísmico parece inédito a nuestra generación, acostumbrada a pensar en la solidez de las instituciones chilenas. No hay tal novedad. Las crisis de 1831, 1891, 1924 y 1973 fueron crisis en que se observaron parecidos síntomas: de parte del Congreso, la invasión de atribuciones presidenciales y un festival de acusaciones constitucionales; de parte del Presidente, amargos reproches legales y pocas soluciones eficaces. La eficacia es el sello del actuar militar, pero lo novedoso es que, esta vez, las Fuerzas Armadas y de Orden colaboran en actitud comprometida con la Patria, pero no deliberante. Debemos celebrar haber seguido un cauce institucional, que en buena medida debemos a la personalidad de los dirigentes de los partidos (más un diputado) que se sumaron al acuerdo de 15 de noviembre, cuyos frutos veremos a partir de hoy.
En cualquier caso, esta es la verdadera discusión: el régimen político. Faltaría perspectiva a un convencional que cifre la clave de la constitución en otro sitio, llámese derechos fundamentales, descentralización, pueblos indígenas, banco central, fuerzas armadas. Ciertamente, cada uno de estos aspectos tiene su importancia. Sin embargo, ¿solucionará el reconocimiento a los pueblos originarios la cuestión indigena? ¿Erradicará los campamentos la incorporación del derecho a la vivienda? ¿Se modernizará nuestras policías, o abandonará Santiago su pretensión de ser Chile, merced a unas cuantas parrafadas constitucionales? Cada uno de estos problemas es un problema político, que exige legislar (pensar, debatir, decidir) y gobernar (diseñar, implementar, ejecutar). Digámoslo claro: sin un buen régimen político, los derechos fundamentales dan lo mismo.
Y es que la constitución es un conjunto de reglas sobre reglas. A los convencionales que este fin de semana elegimos no se les pide que definan el Chile que queremos, sino que definan quién definirá el Chile que en cada momento querremos. Hagamos votos porque se centre la discusión de nuestros convencionales en estos temas modestos y de bajo perfil, pero que ofrecen las bases para que la política recupere su espacio. El régimen político es el pollo de esta cazuela, lo demás son arvejas.
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*Académico de la Escuela de Derecho UCN Antofagasta.