PhD. Cristóbal Caviedes P.*

Un síntoma profundo de la crisis de la democracia en Chile y el mundo es la erosión de la representación electoral: del concepto consistente en que, por ganar las elecciones, ciertas personas pueden decidir políticamente a nombre de uno. Esto ha llevado al auge del asambleísmo; al auge de la idea de que, en lugar de las instituciones representativas, la gente espontáneamente organizada (en protestas, movimientos, organizaciones sociales, etc.) es la real encarnación de la sociedad, el verdadero “pueblo”. Por ende, son ellos quienes realmente deben decidir por todos.

El asambleísmo es un error. Su principal problema radica en que “el pueblo” no existe antes de las instituciones, sino que se construye gracias a ellas. La única posibilidad de que exista un “pueblo” sin instituciones es que viviésemos en el Paleolítico, en tribus de cazadores-recolectores de hasta 150 personas genéticamente emparentadas con nosotros. Pero, en sociedades masivas y complejas como las nuestras, formadas por personas que simplemente no comparten la misma identidad, intereses y valores, sin instituciones, “el pueblo” no existe: lo que existe es gente suelta. Y la gente suelta no puede dirigir el Estado.

Además, el asambleísmo carece del consentimiento expreso de los gobernados. Aun si la gente se organiza y reclama hablar por mí, ¿por qué debería yo aceptar su autoridad? Después de todo, a mí nadie me preguntó nada. Cierto, alguien podría decir que yo no me avispé y que quien calla otorga. Pero eso es una estupidez. La gran mayoría de las personas no pueden ni quieren estar políticamente activas todo el tiempo. Tienen hipotecas que pagar, familias que cuidar, obligaciones laborales que atender … en suma, vidas que vivir. Es más, el que calla no siempre otorga. La mayoría de las veces, uno no quiere discutir con idiotas. Ergo, cualquier asamblea auto-convocada que se arrogue el poder de decidir por el resto —por justas que sean sus causas y masiva su convocatoria—, no son “el pueblo de Chile”: son una turba nomás. Y no hay razón moral para reconocer poder alguno a una turba.

Por tanto, aun si la reputación de instituciones como el Congreso y los partidos está por los suelos, si queremos vivir en democracia (no bajo “la tiranía de la turba”), no queda otra que mantenerlas, por muy chantas que sean la mayoría de sus miembros. Por supuesto, esto no obsta a que uno pueda arreglar estas instituciones como quien “enchula” un auto. De hecho, para eso está el proceso constituyente y hay harta ropa que se puede tomar prestada de la experiencia internacional. Pero no nos engañemos: a pesar de su atractivo, el asambleísmo no es viable ni deseable. Es sólo un espejismo.

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*Académico de la Escuela de Derecho UCN Antofagasta.