Dr. Juan Pablo Castillo M.*
De un tiempo a esta parte, se ha vuelto relativamente sencillo criticar a nuestra clase política. Las razones son múltiples, de modo que hallar un denominador común sería evidentemente infructuoso. Un calificativo que, sin embargo, ha estado ausente es la falta de astucia, demérito que puede apreciarse con nitidez a propósito de la discusión del proyecto que busca sancionar el negacionismo. Hay, por cierto, factores que exculpan la candidez de quienes defienden con vehemencia el proyecto.
No pocos de nuestros representantes pertenecen a una generación que padeció en carne propia la inclemencia de la dictadura, de modo que es comprensible la intransigencia en contra de quienes justifiquen o relativicen sus horrores. Que no perciban que esto tensa estratégicamente el escenario en que tendrá lugar el hito democrático más importante de la historia republicana de Chile es entendible. Por lo demás, la responsabilidad no es sólo de quienes pisan el palo. Buena parte de la discusión en torno a cómo percibimos nuestra historia reciente se explica por dos circunstancias -una político-jurídica y otra cultural- sobre la que pocos reparan.
Hasta ahora el golpe de Estado de 1973 no ha sido objeto de calificación jurídico-penal -la academia guarda un curioso silencio al respecto-, de modo que todo el horror que lo sucedió necesariamente se ha narrado de manera poco nítida. Es esa la grieta por la que se filtra la explicación del "contexto" o la tesis del exterminio preventivo -"había que neutralizar a como diera lugar el cáncer marxista".
La otra explicación es cultural. La sociedad chilena dista mucho de poseer un genuino nervio liberal. En 1988 el apoyo a Pinochet alcanzó un no despreciable 44,01% -ya sabía entonces de las violaciones a los derechos humanos-, porcentaje que sólo decayó cuando se conocieron las fechorías económicas del dictador.
Si lo primero es irreversible, tal vez lo segundo no lo sea tanto. De ganar la opción "Apruebo", la convención encargada de presentarnos un texto constitucional puede perfectamente aquilatar cuán internalizada está la "cultura de los derechos humanos".
Nada impide, en efecto, que seamos interpelados para suscribir un inédito pacto ético, en que cualquier forma totalitaria o autoritaria de ejercicio del poder -vista "uniforme regular o verde olivo", como plásticamente explica Agustín Squella- se sitúa, por esa sola circunstancia, al margen de los mínimos necesarios de la convivencia democrática.
Son estas consideraciones de oportunidad las que debería tener en cuenta el parlamento: la respuesta política a cualquier forma de negación, apología, justificación o relativización de la dictadura cívico-militar chilena es mucho más eficiente y simbólica que la respuesta penal.
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*Académico de la Escuela de Derecho UCN Antofagasta.