Dr. Juan Pablo Castillo M.*

El crimen que tuvo por victimario a un condenado que gozaba de libertad condicional supuso que se volviera a discutir sobre esta institución y los estándares que han de cumplirse para su concesión. Como era de esperar, supuso también destempladas interpelaciones en contra de la jueza que presidió la comisión que la autorizó; se optó, una vez más, por personificar el problema y no por evaluar con seriedad las fallas de un sistema que cruje hace décadas.
 
Siendo ese el tono, era esperable que pasaran desapercibidas dos cuestiones fundamentales. Primero, que la libertad condicional es una medida enmarcada dentro del principio de humanización de las penas, reconocido en tratados internacionales que, al estar ratificados por Chile, integran su legislación interna y obligan al Estado a adoptar medidas en ese sentido. En segundo término, se prescindió por completo que la realidad carcelaria chilena ya es dramática. Por una deformación cultural que sería inviable evaluar acá, en Chile existe un nocivo protagonismo de la privación de libertad, que nos sitúa levemente por debajo de países cuyas tasas de criminalidad son notablemente superiores, como Estados Unidos o Brasil. Mirada así, la libertad condicional es una medida efectiva, pues disminuye el hacinamiento y el efecto criminógeno que éste tiene en la persona privada de libertad; en cambio, desconocer la evidencia y corromper nuevamente el sistema empleando como eje la “opinión pública” es peligroso y metodológicamente irresponsable.
 
El escenario político que tenemos por delante podría ser una inmejorable oportunidad para redefinir la relación ciudadana con las personas privadas de libertad. A pesar de las innumerables reformas legales —la última es de 2019—, la libertad condicional sigue estando regulada por un Decreto ley de 1925 y un mero reglamento. Es incompatible con la noción menos exigente de Estado de Derecho que materias tan delicadas estén entregadas a una normativa cuyo contenido está supeditado a las directrices de quienes se disputan de modo circunstancial el poder electoral. Este estado de cosas ha permitido que la respuesta se traduzca exclusivamente en el aumento de penas y disminución de garantías procesales. Es indispensable que nuestro país se dé una Ley penitenciaria que, gozando de legitimidad democrática, se comprometa seria y sostenidamente con el mejoramiento de la situación carcelaria y la rehabilitación de los internos. En definitiva, una legislación que focalice la inversión pública en la producción de información confiable por parte de Gendarmería y en políticas de reinserción y acompañamiento que permitan a un tribunal interdisciplinario permanente (y no a una comisión de jueces que funciona dos veces al año, como ocurre ahora) evaluar detenidamente los antecedentes.


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*Académico de la Escuela de Derecho UCN Antofagasta.