Dr. Juan Pablo Castillo Morales*

 El 4 de marzo pasado, un día después que se registrara el primer caso de COVID-19 en Chile, se publicó la Ley 21.212, conocida bajo el nombre de “Ley Gabriela”. Fue el mismo día en que la exministra de la cartera tuvo que perder tiempo explicando las extraviadas palabras con que el Presidente de la República comunicaba el cambio legislativo. Sin embargo, el exabrupto —que no vale la pena recordar—, tuvo una virtud: permitió demostrar que los cambios legislativos no suponen necesariamente cambios culturales. 

Una de las novedades más notables de la reforma consistió, en efecto, en la imposibilidad que un femicida se viese favorecido por la atenuante de “obrar por estímulos tan poderosos que naturalmente hayan producido arrebato u obcecación”. Repito: fue necesaria una reforma que lo prohibiese explícitamente. La aplicación de la atenuante fue sistemáticamente validada por una jurisprudencia que, hasta antes del cambio legislativo, no cuestionaba mayormente que una emoción de este tenor pudiese invocarse en un crimen de estas características. Se asumía que era normal que un hombre experimentase un arrebato si descubría que su ex cónyuge (o conviviente, para los efectos da igual) decidía, por ejemplo, no seguir con él; es decir, que naturalmenteuna coyuntura de este tenor producía esa emoción. La academia, por su parte, tampoco advirtió con estupor el empleo de esta circunstancia para favorecer al autor del crimen. 

El cambio legislativo se adelantó, claro está, a una doctrina y jurisprudencia que sigue careciendo de las herramientas de formación sensibles a las desigualdades de género. El panorama suele ser descrito más o menos en los siguientes términos: el agresor de mujeres es un sujeto que padeceun estado esquizoide, una mochila que involuntariamente ha de cargar. Esta forma de aproximarse al fenómeno impide evaluar la responsabilidad de su conducta y dificulta advertir que, antes bien, una ventaja como la que concede la atenuante tiene mucho de concepciones culturales de posesión, poder y honor.

El trabajo universitario de sensibilidad de la futuras piezas del sistema —concédase la metáfora— es fundamental, aunque obviamente no el único. Y es apremiante que este cambio de orientación tenga lugar lo antes posible. Especialmente considerando la coyuntura que vivimos: el cumplimiento de la recomendación (y, en ciertas ciudades, obligación) de permanecer en las casas para así evitar la propagación del COVID-19 es idónea para contener la alza de contagios, pero funcional al incremento de casos de violencia doméstica. La evidencia criminológica da cuenta que la tasa de agresiones se eleva en contextos de convivencia estrecha (vacaciones, fines de semana largos o, precisamente, cuarentenas obligatorias).  Así ya lo han advertido algunos países europeos que, tras semanas de encierro obligatorio total, han tenido que reaccionar ante el obstáculo que impone la restricción a la libertad de desplazamiento. En las Islas Canarias, por ejemplo, se dispuso que los farmacéuticos que recibieran la solicitud por parte de los clientes de una “mascarilla 19” —mensaje encriptado para denunciar violencia doméstica—, debían comunicar a la brevedad el hecho a las autoridades policiales. 

Aunque el balance completo tendrá que tener lugar una vez que estas restricciones culminen, puede anticiparse que esta medida dificulta por ambos extremos la posibilidad de denuncia. La omnipresencia del agresor en el hogar o la imposibilidad de acceso de la víctima a escenarios en que aquél no está presente, merma toda la posibilidad de denuncia. En este escenario, por ende, es indispensable que se fortalezcan ciertas formas de proactividad estatal, como la reconocida en el artículo 206 del Código procesal penal, que faculta a las policías a la entrada y registro en lugares sin autorización u orden ante llamadas de auxilio desde el interior. Un uso inteligente de esta herramienta, en que la información que maneje el ministerio público o el SERNAMEG es fundamental, puede contribuir a contener el incremento de este fenómeno. Es imperioso que, no obstante el contexto, el Estado y la sociedad civil estén particularmente pendientes al respecto, procurando mostrarse activas y así asegurar a las víctimas que las redes antiviolencia siguen estando presentes y en condiciones de brindar consejo, apoyo y protección ante esta pandemia cultural.

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*Académico de la Escuela de Derecho UCN Antofagasta.