Agustina Alvarado Urízar*

El 29 de mayo de 2014, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dictó sentencia en el caso Norín Catrimán y otros (dirigentes, miembros y activistas del pueblo indígena mapuche) vs. Estado de Chile, conocido públicamente como “Caso Lonkos”. Es pertinente destacar que, en la especie, la CIDH estimó existir una infracción grave de los principios de legalidad, presunción de inocencia, igualdad y del derecho de defensa. Asimismo estimó violado el derecho a recurrir a un juez o tribunal superior, el derecho a la libertad personal, el derecho a la libertad de pensamiento y expresión, derechos políticos y el derecho a la protección de la familia.

Sin embargo, como dio cuenta el Ministerio de Relaciones Exteriores con fecha 5 de febrero del presente año, la CIDH en el procedimiento de supervisión de cumplimiento de la referida sentencia, declaró que Chile se encontraba en estado de cumplimiento parcial de las medidas de reparación dispuestas. Restaba, justamente por cumplir, la obligación del Estado de Chile de adoptar, a la brevedad posible, todas las medidas judiciales, administrativas o de cualquiera otra índole para dejar sin efecto, en todos sus extremos, las sentencias penales condenatorias respectivas.

En este contexto se circunscribe el bullado veredicto adoptado por el Pleno de la Corte Suprema con fecha 26 de abril de 2019 que, fundándose normativamente en los artículos 5° inciso 2° y 76 de la Constitución Política de la República y en los artículos 63 N° 1 y 68 N° 1 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos, y considerando que las decisiones condenatorias aludidas no podían permanecer “vigentes” por suponer su subsistencia una continuación de las conductas lesivas de las garantías fundamentales reseñadas y verificadas por el tribunal internacional competente, declara que los fallos condenatorios citados “han perdido los efectos que le son propios”.

No es de extrañar que, pocos días después, un grupo de destacados académicos de diversas Universidades del país, manifestara sus aprehensiones sobre el actuar, bien intencionado, pero inconstitucional de nuestro máximo tribunal. Ello sobre todo, por la ausencia de norma legal o constitucional que “le otorgue competencia para modificar sentencias firmes o, como pretende la Corte, hacer una declaración sobre la supervivencia de su efectos”[1].

Ahora bien, si se analiza el texto del fallo publicado con fecha 16 de mayo, nos encontramos frente a uno de los hitos más importantes en la historia de nuestra jurisprudencia republicana, no sólo por el hecho de efectuar una declaración del todo sui generis como es la declaración de la pérdida de efectos de una sentencia nacional firme y ejecutoriada, para cumplir el mandato contenido en una internacional, sino por el enfoque argumentativo con que el máximo tribunal elucubra la salida de solución es confuso y prima facie inútil.

Por una parte declara que las sentencias han perdido todo efecto, y luego agrega que: “Decisión que no importa la invalidación de los referidos fallos, atento a los efectos procesales que en el orden nacional se asigna a la nulidad de las resoluciones judiciales, manteniendo la validez de tales sentencias en cuanto a la cosa juzgada, como es la imposibilidad de rever el conflicto que dio origen a los procesos que se revisan” (considerando 15°). En otras palabras declaró la pérdida de la totalidad de los efectos que le son propios a dicha sentencias, pero sin que esa decisión importe su “invalidación” en lo que se refiere al efecto de cosa juzgada. Sobre este supuesto se apoya también la precisión del Presidente señor Brito, en orden a reconocer una suerte de “inejecutabilidad” de las sentencias aludidas, no obstante tratarse de sentencias condenatorias que gozan de autoridad de cosa juzgada. En este sentido, a su juicio, la sentencia de la CIDH es una decisión sobreviniente que torna incumplible las sentencias locales.

Sin embargo, más allá de la competencia auto-atribuida y la falta de precisión dogmática de los conceptos teóricos involucrados, es difícil sostener que este tipo de declaración pueda ser subsumida en la exigencia originalmente planteada por la CIDH. El reproche apuntaba precisamente al hecho de que las referidas sentencias condenatorias aún tuvieran “mérito de sentencia[s] firme[s] y ejecutoriada[s]” (considerando A.2.6), exigiéndose informar sobre las acciones emprendidas para dejar sin efecto la declaración de las víctimas como autores de delitos de carácter terrorista. Por el contrario, la solución prospectada por el máximo tribunal redunda tan solo en una declaración de privación de efectos respecto de una sentencia con carácter firme y ejecutoriada que igualmente sigue declarando el carácter de autores de las víctimas involucradas. En efecto, si lo que se pretende es hacer efectivo el principio non bis in idem procesal consagrado en el art. 1° inciso 2° del Código Procesal Penal, ocurre que su supuesto de aplicación es precisamente la existencia de una declaración sobre la condena, absolución o sobreseimiento de los “autores” de tales hechos, que –en el caso de especie–  se da con ocasión de las víctimas al declararse autores de delitos terroristas en una sentencia estimada válida en nuestro sistema. Por tanto, sólo resta interrogarse: ¿será tal declaración suficiente para el próximo informe de supervisión de cumplimiento?

 

 


* Profesora de Derecho Procesal de la Escuela de Derecho de Coquimbo (Chile). Correo electrónico: agustina.alvarado@ucn.cl