Pablo Martínez Zúñiga*
De mitos es posible leer profusamente en nuestra literatura, pero pocos ejemplos tan prístinos existen de abismantes distancias entre la teoría y la praxis como el instituto de los “ADR’s” (Alternative Dispute Resolutions como se les conoce en su versión anglosajona) o “Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos”, como se les nomina entre nosotros.
Es posible de estudiante avizorar o prever la lentitud de los procesos judiciales, de hecho, se intuye probablemente desde la formación secundaria. Muy distinto es, sin embargo, enfrentarse en la práctica profesional a los métodos de autocomposición y su bondadoso espíritu que (si es que había tiempo) nos explicaron en algún apretado programa de Derecho Procesal en nuestros primeros años de estudio. De hecho, a los más antiguos nos enseñaron “equivalentes jurisdiccionales” no ADR’s. Nos mencionaron contratos transaccionales, llamados a conciliación (una quimera de entidad quijotesca) y por ahí se aventuró alguno que otro a enseñar el avenimiento. Sin embargo, en la realidad, nos encontramos con un entramado complejo de jóvenes instituciones que son manifestación de una intención de política legislativa de evitar judicialización. En hora buena, en un sistema colapsado por su excesiva litigiosidad.
Hoy por hoy es posible reconocer MASC (Métodos Alternativos de Solución/Resolución de Conflictos) consolidados, como la conciliación (técnicamente mediación) laboral, la mediación de conflictos en familia, la mediación por daños en salud, la mediación ante el Servicio Nacional del Consumidor y así otros aún más recientes y específicos.
La pregunta sin embargo es: ¿estamos preparando las escuelas de derecho a los usuarios técnicos de este complejo entramado como para abordar estos atípicos sistemas de composición? ¿estamos comprendiendo el real espíritu de su implementación o estamos incentivando su uso como mera formalidad para el juicio?
Para ser honestos, los programas de formación de pregrado no están abordando con la premura y prioridad que se quisiera estas cuestiones. Factores hay de los más diversos, en mi opinión el que mas trasciende es la arraigada cultura de litigiosidad que proviene precisamente desde la academia y que se endurece en el contacto con la praxis.
Nuestro sistema de composición de conflictos privados, de raigambre romano-canónica, escoge de entre los modelos de diseño procesal el de un alto grado de contradictorio. Mucha discusión, mucha información y un tercero que supuestamente está por sobre las partes, que leerá toda esta información y que, por acto de juicio, casi como un dogma, compondrá el conflicto. Esta estructura en que el instrumento procesal se transforma en un fin en sí mismo hace que nuestros estudiantes y futuros abogados enfrenten procedimientos de composición extraprocesales sin la intención real de vencer la litis, sino de vencerse los unos a los otros. Están (estamos) permanentemente litigando. Y no solo litigamos nosotros, también lo hacen las partes, quienes desconociendo absolutamente el entorno “desjudicializado” que implica un procedimiento de mediación por ejemplo, vuelcan sus esfuerzos en superponer intereses con la intención de obtener y no de componer.
Añadámosle a todo lo anterior algunas tendencias que provienen incluso desde la academia, y que son una expresión clara de cómo la cultura de litigiosidad particularmente plasmada en la enseñanza del Derecho Procesal clásico genera hipertrofias como la de pedirle imparcialidad a un mediador, a un conciliador, a un amigable componedor, como quiera que se le llame. ¿Suena complejo de deglutir? ¿Un funcionario asistente de composición que no necesita de imparcialidad? No es difícil de concebir, si estamos concentrados realmente respecto de su relación con las partes de la controversia. Un asistente de composición no es ni de cerca un Juez, ese es el primer muro a derribar. No es un “proceso” de mediación, con suerte es un procedimiento de autocomposición. Esta idea que parece de pero gruyo, no lo es tanto, por la genética de entendimiento de estas cuestiones en nuestra cultura de resolución de conflictos.
El asistente de composición siempre debe encontrarse en una relación de horizontalidad para con las partes, es la única forma en que pueda involucrarse en el problema y asistir, aconsejar, encausar la solución. Si queremos un externo, un tercero que se superponga, traigamos al Juez, pero no le pidamos situarse en la cúspide de la relación triangular a un tercero que necesita dialogar, explorar y bajar al conflicto; eventualmente vivirlo.
La enseñanza clásica del Derecho Procesal, concebida como una rama del derecho que estudia el proceso como instrumento de resolución de controversias, sin duda debe ser repensada. Hoy nuestros conflictos requieren de métodos alternativos, y aquello debe sincerarse desde los primeros años de la formación de un abogado. El entendimiento de esta cuestión es en mi opinión lo único que puede evitar que las buenas intenciones del legislador se transformen en pétreas declaraciones de buena voluntad. O bien definirnos y avocar nuestros esfuerzos al perfeccionamiento de nuestro sistema de tutela jurisdiccional, pues incorporar en el ordenamiento modelos o diseños procedimentales para componer colaborativamente y luego usarlos para la litigación, es torcer o degenerar una idea bondadosa en su origen, en un modelo anómalo y único que solo genera mayor insatisfacción entre nosotros.
* Profesor de Derecho Procesal de la Escuela de Derecho de Coquimbo (Chile). Correo electrónico: pablo.martinez@ucn.cl