Juan Pablo Severin Concha*

Normalmente al iniciarse el mes de mayo, la sociedad pone especial atención en la situación del trabajo y suele ser una oportunidad escogida por las autoridades para anunciar iniciativas de reformas legales en la materia. Uno quisiera que la agenda legislativa laboral se orientara a alcanzar lo que la OIT ha denominado como trabajo decente. Si así fuera, debiéramos  enfocarnos en garantizar que los trabajadores y trabajadoras puedan laborar en condiciones de dignidad, justamente remunerados  y  con respeto a sus derechos fundamentales. Ello implica promover la igualdad de trato de hombres y mujeres en el trabajo, avanzar en el desarrollo y consolidación de iniciativas destinadas a permitir una adecuada conciliación entre el trabajo y la vida personal y familiar, además asegurar a los trabajadores el ejercicio de los derechos colectivos fundamentales que emanan del principio de libertad sindical. Por otra parte, debiera fortalecerse las instituciones y dispositivos destinados a fiscalizar y perseguir el cumplimiento de las leyes laborales. Junto a lo anterior, en un entorno marcado por los cambios tecnológicos, se deben llevar adelante políticas públicas promuevan el desarrollo de habilidades y competencias que favorezcan la empleabilidad. Por último, se debiera buscar perfeccionar el sistema de seguridad social, de modo de garantizar una vida digna a quienes deben dejar el mundo del trabajo. 

Este año no ha sido la excepción en la práctica de las autoridades y el Gobierno ha anunciado en estos días el envío al Congreso de un proyecto de reformas laborales. La iniciativa, si bien aborda diferentes materias, como el trabajo mediante plataformas o la investigación del acoso sexual y el acoso laboral, se concentra de manera importante en transformaciones a la regulación de la jornada de trabajo. Es preciso preguntarse si el proyecto anunciado se orienta a avanzar en la línea del trabajo decente o si las modificaciones propuestas podrían conducir a una mayor precarización de la actividad laboral. En esta columna nos limitaremos a examinar algunos aspectos relativos a la modificación de las normas sobre jornadas de trabajo, sin perjuicio de que también tenemos severos reparos respecto de la regulación que se incorpora en las otras materias.

Las autoridades gubernamentales han promovido el proyecto de ley destacando que, al flexibilizar la jornada, la normativa permitirá a los trabajadores organizar mejor sus horarios de trabajo y conciliar su vida laboral con la vida personal y familiar. Sin embargo, al revisar el texto propuesto, se detectan importantes retrocesos y se evidencia un grave desconocimiento de la historia y los principios del Derecho del Trabajo. Dicho de la manera más sencilla y breve posible, al reconocer la desigualdad fáctica de las partes y la particularidad de un contrato en que una de ellas se subordina a la otra, el Derecho Laboral eleva jurídicamente a quien considera más débil, reconociéndole ciertos derechos con el carácter de irrenunciables. Si la determinación de las condiciones de trabajo se dejara liberada a la ficticia autonomía de la  voluntad, como era antes del nacimiento del Derecho del Trabajo, se producirían graves abusos. Esta afirmación no es teórica, es la historia de la revolución industrial y la cuestión social, que encontró una respuesta en el surgimiento  de las organizaciones sindicales para la tutela de los intereses de los trabajadores y  el desarrollo de esta rama del Derecho orientada por el principio protector.

Uno de los problemas laborales más graves en el siglo XIX fue precisamente el de las extensas jornadas. No es casualidad que cada 1 de mayo se conmemore precisamente la huelga realizada 1886 en EEUU para exigir la limitación de la jornada de trabajo, ni que mediante el primer convenio de la OIT, de 1919, se haya buscado limitar las horas de trabajo en las empresas industriales a 8 horas diarias y 48 semanales. En nuestro país, desde el 1 de enero de 2005, por regla general la duración de la jornada ordinaria semanal de trabajo no puede exceder de 45 horas y ese máximo semanal no puede distribuirse en más de 6 ni en menos de 5 días, ni la jornada ordinaria diaria  puede exceder de 10 horas. Con todo, el Código del Trabajo contiene normas especiales que flexibilizan esta jornada en determinadas actividades. Cabe consignar que Chile es el sexto país de la OCDE en el que más horas se trabajan al año, con 200 horas más al año que el promedio de los países que forman parte de dicha organización.

El proyecto de ley anunciado por el Gobierno busca modificar la distribución de la jornada ordinaria, posibilitando su  cómputo mensual, en lugar de semanal, o permitiendo que ella se concentre en 4 días a la semana. Tal modificación se haría sin reducir la duración de la jornada ordinaria, con lo que, en el primer caso, podría significar que una persona trabaje en una semana con una jornada ordinaria mayor a la actual (hasta 72 horas de permanencia en la empresa, con 66 horas de trabajo efectivo)  y, en el segundo caso, implicar necesariamente un aumento de la jornada diaria, superando el máximo hasta ahora existente de 10 horas (hasta 12 horas de permanencia en la empresa, con 11 horas diarias de trabajo efectivo). Si a lo anterior sumamos los largos tiempos de desplazamiento entre el hogar y las empresas  que deben experimentar cotidianamente los trabajadores, no es posible vislumbrar cómo la modificación podría significar una mejora en la vida familiar y personal.

Adicionalmente, como se sabe, el tiempo de trabajo no solo está  determinado por la jornada ordinaria, sino también por las horas extraordinarias. En la actualidad, cumpliéndose determinados requisitos podrán pactarse hasta un máximo de 2 por día. Con el proyecto podrían acordarse horas extraordinarias hasta por un máximo de 12 horas semanales, cuando la jornada ordinaria se hubiere acordado distribuir en forma semanal, y hasta un máximo de 48 horas extraordinarias en el mes, cuando la jornada ordinaria se hubiere acordado distribuir en forma mensual. Es decir, en el primer caso, trabajar hasta 67 horas semanales, sumadas las horas ordinarias y extraordinarias,  y en el segundo caso trabajar hasta 228 horas en un mes, efectuando igual suma.

Conforme a lo descrito, las modificaciones propuestas, lejos de favorecer una mejor conciliación, podrían empeorar las condiciones actuales. Lo anterior, por una parte, considerando que si bien se presentan como medidas de flexibilidad en favor de los trabajadores, no existen en el proyecto dispositivos que garanticen que la nueva organización de la jornada obedezca a la voluntad del trabajador y no sea una imposición del empleador desde su posición de mayor poder. Todas las anteriores iniciativas de flexibilidad que se han discutido en el Congreso han considerado la intervención de las organizaciones sindicales, las cuales podrían ejercer cierto contrapeso, velando por los derechos de los trabajadores. Por otra parte, el levantamiento de las restricciones que han sido establecidas por el legislador para proteger al trabajador, que por necesidad podría estar dispuesto a laborar en condiciones perjudiciales que se le impongan, significan un retiro del Derecho del Trabajo y el retorno a la ficción decimonónica de la autonomía de la voluntad.  

Si se quiere realmente avanzar en la conciliación entre trabajo y vida personal y familiar, no se puede seguir soslayando la necesidad de reducir la jornada de trabajo. Ese es el camino que han ido adoptando los países más desarrollados. Esa es la línea en la que avanzó la reforma de la ley 19.759, en el año 2001, permitiendo reducir la jornada ordinaria de 48 a 45 horas semanales, a partir del año 2005, sin disminución de las remuneraciones y aumentando la productividad.  Una reforma en tal sentido, no solo se haría cargo de las necesidades del presente, sino que se orientaría a responder a los desafíos del futuro cercano, en los cuales la automatización implicará cambios sustantivos en el empleo.

 

* Profesor de Derecho del Trabajo de la Escuela de Derecho de Coquimbo (Chile). Correo electrónico: juanpablo.severin@ucn.cl