Álvaro Pérez-Ragone: Académico de la Facultad de Ciencias Jurídicas. 

    La incorporación de la importancia de la tutela de los derechos, de los derechos humanos y de las garantías procesales —por sobre la "sola solución de controversias"—, ha sido paulatina en los últimos 25 años en Chile. 
A ellos hacen referencia los mensajes de las grandes reformas en materia penal, laboral y de familia, como las comunicaciones de la dilatada, aspirada y aun no concretada Reforma a la Justicia Civil.
    Si evaluamos la experiencia de otras reformas, a partir de fines definidos y principios adecuados, veremos que en la reforma al procedimiento del trabajo, por ejemplo, se parte por determinar los fines y el rol asignado a la Justicia Laboral, los que se reflejarán en principios adecuados para su logro.
    Entre los objetivos o fines propuestos resaltan: (i) Brindar un mejor acceso a la Justicia. Para eso reza ‘’Se trata pues de materializar en el ámbito laboral el derecho a la tutela judicial efectiva, que supone no sólo el acceso a la jurisdicción sino también que la justicia proporcionada sea eficaz y oportuna.’’; (ii) Posibilitar la efectividad del derecho sustantivo. No sólo es reforma de un código procesal, también es un nuevo sistema orgánico, que involucra afectar intereses de varios actores, así como la inyección de recursos y capacitación de recursos humanos. Implica un cambio cultural que es pasar del "procedimentalismo anquilosado y pétreo sin sentido" a un verdadero "procesalismo", tal cual lo abogaba ya Chiovenda en la primera década del siglo XX.
    ¿Por qué hacer hincapié en los fines postulados en las grandes reformas? Porque implican un cambio cultural en la visión de la administración de justicia. Proveer los “procesos y procedimientos” no es en sí el fin de la justicia, ellos sólo son medios que la sociedad —en un momento determinado— ha considerado idóneo para mantener el imperio del Derecho.
    A su vez, que un sistema de justicia defina fines y principios permite que las decisiones de los tribunales de justicia puedan generar bienes para la sociedad y los ciudadanos, sin que los beneficios de ello queden reducidos a los litigantes.
    Tal cual lo describiera Raúl Tavolari, Chile se caracterizó —se ha caracterizado— por resistirse a los cambios y la innovación, especialmente respecto de la influencia del derecho comparado en materia procesal. Ha sido tradicionalmente un país conservador en sus tradiciones y extremadamente legalista.
    Si nos enfocamos ahora de la justicia civil, algo como el "procedimiento" es exageradamente escrito, disperso y con delegación en la práctica judicial, combinándose con un régimen probatorio regido por el sistema de prueba legal o tasada, al menos en el plano normativo.  La excepción viene dada por aquellos casos en que la ley permite la ponderación libre y razonada del juez.
    Ello, aunque desde la visión comparada resulte una sorprendente pieza de "arqueología procesal" continúa vigente. Este sistema de justicia civil nació ya vetusto.
    Cierto es que posteriores reformas parches procuraron mejorarlo: la última de ellas fue la digitalización del procedimiento, que logró cierta agilidad, pero no es la reforma cultural y jurídica que el país necesita. No hay coherencia con los demás procedimientos ya reformados, no hay inmediación, no hay cambios orgánicos que hagan de la digitalización un mecanismo innovador integrado.
    Este avance de las tecnologías de la información y comunicaciones (TIC) es necesario, pero insuficiente. En el proyecto de Código Procesal Civil, en cambio, se repensó el enjuiciamiento con un sistema por audiencias, donde se reasignan roles a los recursos procesales y, por ende, a las Cortes de Apelaciones y Corte Suprema. Además, se requiere redefinir el sistema de designación y de superintendencia interno para una mayor transparencia e independencia real: es un problema mayor la redistribución del poder interno en una organización muy piramidal.
    ¿Sería todo ello suficiente? Respondo no.
    También esta evolución cultural y apertura debe contemplar el cúmulo de las llamadas pequeñas causas,. Ya desde la década de los 60 se ha venido estudiando la posibilidad de establecer mecanismos de justicia de proximidad y cercanía de los ciudadanos.
    Finalmente, para completar una reforma procesal civil del siglo XXI, se requiere reforzar mecanismos complementarios de solución de controversias, con políticas públicas más agresivas y de educación del ciudadano, de forma que su uso sea informado y realmente libre. El éxito se producirá si el uso de estos sistemas alternativos se produce voluntariamente, por convicción, y no por imposición meramente legal. Por ejemplo, el ciudadano debe tener conocimiento real de las ventajas y desventajas de acudir a una mediación en lugar de un litigio. 
    Son muchas las exigencias y aspiraciones descritas, pero son necesarias, y como tales necesitan de un impulso y decisión político-académico-social, que se ha aletargado y perdido todo interés en evolucionar.  No olvidemos nunca que se trata de la tutela de los derechos básicos, los civiles y los ciudadanos.